CUIDADORA DE PACIENTES IX
Durante mi recorrido laboral como cuidadora de pacientes, siendo aún muy joven, por tanto, inexperta y romántica, llegué a la casa Veloza a hacerme cargo de don Ernesto, el patriarca de la familia. Don Ernesto vivía con su esposa Trina y sus dos hijas, ya profesionales, un solo hijo varón casado y ya aparte de la casa. En esta casa y para esta familia podía haber problemas de cualquier otra clase, jamás de dinero, pues había suficiente.
Además del buen ambiente familia y el buen trato laboral que disfruto durante el tiempo que paso encargada de don Ernesto, la casa en sí esto un lujo de armonía y comodidad. Es una linda mansión, aireada, soleada y ventilada, muy amplia y amañadora. Pero, al parecer, este hogar no ha sido siempre este oasis de paz y plenitud que, solo por la infinita generosidad de la vida, a mí me corresponde vivir. Sin embargo, la vida tiene el absurdo resabio de afectarme con el pasado de mis pacientes, y… siempre caigo en el error de no estar preparada para algunas realidades; aunque estas no vedan mi cariño y consideración hacia ellos, por lo general, ancianos ya y muy enfermos.
Trabajo interna al cuidado de don Ernesto, y tengo salida un fin de semana cada quince días. No tengo problema alguno con este paciente; él siempre es obediente, casi sumiso. Tal vez por eso, me molesta tanto los comentarios acerca de su genio agrio o áspero, arrogante, soberbio y patán. Reconozco que tengo una enorme debilidad en cuanto se refiere a mis pacientes, generalmente ancianos, por esta razón tengo disgustos por defenderlos. Aunque debo aceptar, así sea después de veinticinco años, que, en esta ocasión, me paso de grosera con una persona inocente, solo que en ese momento yo estoy muy joven y tengo una visión muy romántica de lo que en realidad es la vida: que tan solo te devuelve de lo que le das y que tampoco te puede quitar lo nunca te has ganado…
Don Ernesto tiene para entonces ya bastantes años y se encuentra en muy malas condiciones físicas debido a un accidente cerebro-vascular que le ha dejado el lado derecho prácticamente paralizado, razón por la cual depende de alguna persona que le colabore para medio movilizarse, hay que darle la comida, asearlo, vestirlo, etc.; aunque tiene mucha dificultad para hablar y hacerse entender, yo aprendo a descifrar todo lo que intenta comunicar.
Pues bien, alguno de tantos lunes llego a trabajar después de mi descanso quincenal y encuentro a don Ernesto muy triste y deprimido. Preocupada por lo que le pueda estar sucediendo, algún dolor o algo así, empiezo a inquirir qué le sucede y él, haciendo mucho esfuerzo me cuenta la razón de su pesadumbre, omitiendo, como es lógico, el origen de esta causa:
· Trina me humilló y me trató muy mal ayer en el almuerzo; me dijo: ¿hasta cuándo te tengo que lidiar, por qué no te morís de una vez por todas?, me tiró el babero a la cara y se fue y me dejó solo…
Una sensación de terror se apropia mis emociones; me siento insegura, en medio de gente muy mala. Cómo le van a hacer esto a un ser tan santo como don Ernesto… Una vez recuperada de la sorpresa al enterarme de semejante maltrato a mi noble y delicado paciente, me envalentono y me lleno de argumentos para irme a defender lo indefendible.
Llena de ira me voy a buscar para increpar a la susodicha señora, dispuesta a fungir de abogada del diablo; como es lógico, esto más que una inocentada de mi parte es una tremenda injusticia, por más que en ese momento no hay forma de convencerme de lo contrario. No es posible que yo acepte la versión de la señora, esposa de don Ernesto, ya también muy viejita y, a quien ahora le concedo toda la razón para su rabia reprimida durante toda su vida. Aunque hoy en día y después de tanto vivir, sigo convencida que la persona vieja y enferma merece ayuda y apoyo, sin importa cómo se haya comportado durante su vida.
Según la versión de doña Trina sobre lo sucedido, el comportamiento atarbán de su marido es lo que desata su cólera y por eso lo trata tan duro:
· Cómo le parece mija que este viejo desgraciado tomó el mantel y se limpió la jeta con él viendo que ahí había servilletas, lo volvió una porquería y cuando yo lo regañé por esto, me tiró el jugo a la cara.
Yo no sé qué tantas cosas más me dice la viejita, se le siente la ira, pero sinceramente yo en ningún momento pienso en sus razones para esta actitud, sino en el hecho en sí: el inhumano trato que ha sufrido don Ernesto de parte de su esposa, entonces, mirando con soberbia le grito:
· No señora, usted es una mentirosa, don Ernesto es un hombre muy decente, lo que pasa es que usted es una mujer muy mala… -y me voy echando chispas de la ira-.
Regreso al cuarto donde está don Ernesto esperándome y le cuento el episodio con doña Trina con lujo de detalles. Esto es suficiente para que se tranquilice y todo queda ahí. Al menos eso pienso yo. Con el tiempo es que vengo a entender, que el hombre me utiliza para que yo haga lo que él ya no puede hacer: regañar y pelear, humillar y sabotear a su mujer. Así sigue mostrándose y demostrándose qué es el mandamás de la casa y de la familia. Apenas ahora vengo a entender esta manipulación de alguien que merece toda mi compasión.
No volvemos a saber de doña Trina hasta la hora del almuerzo, cuando llegan las hijas y me llaman a mí aparte; se sientan frente a frente, yo en el medio y me dicen:
· Mi mamá ha estado llorando todo el día por todo lo que le dijiste…
Al escuchar esto, de inmediato intento levantarme enfurecida, para explicar y justificar mi agresiva altanería con la señora de la casa, pero ellas no me lo permiten, solo me dicen:
· Esos dos viejos son nuestros héroes y por eso te agradecemos mucho el cariño y cuidado que tenés con mi papá, pero tené en cuenta que vos lo conociste cuando ya no puede valerse por sí mismo, cuando ya depende de nosotros, él nunca ha sido un hombre noble y mi mamá fue su víctima hasta que nosotros crecimos.
Yo continúo reacia, es como si no escuchara o entendiera lo que ellas pretenden decirme, al fin y al cabo, ya él está en desventaja y nadie tiene porque tratarlo mal; pero cuando llega el hijo varón y con su generosa amabilidad y una sutileza indescifrable me llama la atención utilizando otra estrategia, no me queda otra opción que guardar silencio.
Don Armando sí llega a conversar donde nosotros estamos, saluda como es su costumbre: amable y jovial. Entonces, tomando las manos del papá, le dice, con una autoridad tan natural, que nos deja mudos:
· ¿Cierto viejo que vos no me dejás mentir?... cierto que cuando vos llegabas borracho a la finca con tu mosa, Trina (mamá) te tenía que servir a vos y a tu mosa; ¿cierto que cuando yo tenía nueve años me escondí detrás de una puerta para darte con un palo porque le ibas a pegar a Trina (mamá)?; cierto que cuando algo te salía mal en la calle, vos llegabas a la casa y le tirabas la comida a los pies a Trina (mamá)?…
Y muchísimas barbaridades más dice este hombre, mirando fijamente al papá, a quien poco falta para que se le salten los ojos de sus órbitas mientras su único hijo varón hace tan tremenda reseña de la vida que ha pasado doña Trina y sus hijos por culpa de él mismo, de don Ernesto. Yo simplemente, observo la escena sin articular una sola palabra, pues ante semejante historia no puede haber un argumento válido para una mínima defensa. Cuando la vida no pasa la factura es porque gira el cheque y viceversa. En este caso no se trata de venganza o alguna maldad de la señora Trina, quien harto que sí ha sufrido con el marido, más bien es la vida, la justa vida pasando una factura… algo falta por pagar, no es más. Esto lo entiendo hoy en día.
Al final, tomando mi mano, don Armando me mira fijamente a los ojos y me dice: no mija, no; aquí en esta casa y en esta familia el único malo, muy malo ha sido Ernesto y Trina ha sido su víctima, lo que pasa es que vos lo conociste ya desbaratado, pero él no siempre fue así. De todas maneras, muchas gracias por cuidarnos al viejo tan bien.
Hoy en día tengo otra visión, ahora tengo un poco más presente que la vejez es simplemente la cosecha de lo que sembramos en la juventud y, en ese sentido, el viejo lo que tiene es mucha suerte porque sus hijos han heredado la nobleza y humildad de la mamá, menos mal.
Como es lógico, yo hablo con doña Trina y me disculpo, ella sencilla y noble, acepta mis disculpas y todo queda ahí. Después de eso estoy mucho tiempo con ellos, nunca se presenta otro inconveniente, al fin y al cabo, el viejo conmigo nunca es grosero y además, esta es una gran familia, la cual recuerdo con cariño y gratitud.